Especial del Podio Político
En octubre de 1983, los argentinos recuperamos de manera hasta hoy indisputada la certidumbre de que la democracia es la mejor manera de resolver las disputas entre grupos políticos rivales tanto como los desacuerdos económicos y sociales.
Mirado con la perspectiva que otorga el paso del tiempo, aquella elección marcó un antes y después desde varios puntos de vista pero, sobre todas las cosas, en aquellas conexas con el modo adecuado para resolver los desacuerdos políticos básicos.
Entre octubre de 1983 y noviembre de 2023 hemos elegido ocho presidentes mediante elecciones populares (Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando De la Rúa, Néstor Kirchner, Cristina Kirchner, Mauricio Macri, Alberto Fernández, Javier Milei).
Algunos de ellos detentaron períodos relativamente extensos en el poder: por ejemplo, Carlos Menem tuvo un primer mandato presidencial de 6 años al cuál agregó otro de 4 años sin posibilidades de ser reelecto, totalizando 10 años al frente del poder ejecutivo. Cristina Kirchner, que sucedió a su esposo Néstor Kirchner, hilvanó dos términos de 4 años cada uno, totalizando 8 años al frente del ejecutivo. Si consideramos el experimento iniciado en 2019 con la presidencia de Alberto Fernández, detrás del cuál la expresidente y actual vicepresidente ejercicio una especie tutelaje de las principales decisiones, son 12 años en la cima del poder.
Otros presidentes han durado relativamente menos en el ejercicio de sus funciones: Fernando De la Rúa completó solo la mitad de su mandato presidencial cuando una sublevación social y el retiro del apoyo legislativo a su gobierno dio por tierra con su mandato. Su reemplazante interino (luego de varios intentos infructuosos de estabilizar la situación política) Eduardo Duhalde, fue elegido por la asamblea legislativa para completar el mandato del presidente renunciante. Sin embargo, su presidencia solo duró algo más de 1 año. Imposibilitado de cumplir su objetivo (completar el mandato de De la Rúa y competir electoralmente por el cargo como había hecho en 1999) debió contentarse con digitar una candidatura dentro de la geografía peronista en un contexto donde se multiplicaba el descontento social.
La democracia experimentó, visto desde otro punto de vista, tanto con la continuidad de un mismo proyecto político como con recambio y la rotación de la elite en el gobierno: excluida la primera elección presidencial que sucedió a un gobierno militar, la sociedad votó un recambio en 1989, 1999, 2015, 2019 y 2023 y votó por la continuidad del esquema gobernante en 1995, 2003, 2007 y 2011.
Desde el punto de vista de la impronta que esas presidencias han impuesto al proceso social y económico argentino, puede considerarse que, tomadas como un todo, el ciclo iniciado por Carlos Menem en 1989 que culminó en 1999 caracterizó a una Argentina encuadrada en las por aquella época de moda reformas centradas en los mercados: privatizaciones, reducción del aparato estatal, descentralización de los servicios públicos, desregulación y apertura económica. Más aún, si se añaden los dos años de la presidencia de Fernando De la Rúa puede decirse que esa matriz de ideas gobernó los objetivos de política económica durante aquellos 12 años.
Por el contrario, el cambio de orientación económica, insinuado durante la presidencia de Eduardo Duhalde, se profundizó durante las presidencias de Néstor Kirchner y, con algunas variantes, durante las presidencias de su esposa Cristina Kirchner yendo en la dirección opuesta de las reformas de aquellos 12 años anteriores: crecimiento notable del papel del estado, aumento del papel regulatorio del estado sobre la actividad privada, aumento de la carga tributaria sobre las empresas y los trabajadores tanto como de los niveles de imposición sobre los bienes de exportación tanto como un creciente intento de administrar el comercio.
Resumiendo un poco todo lo anterior: la Argentina ha experimentado con dos modelos extremadamente polares de funcionamiento de su organización económica y social. Muchas veces, esos modos contrapuestos de organización económica, sin embargo, han escondido grandes líneas de continuidad, como por ejemplo, una organización de los mercados de trabajo extremadamente inadecuada para el mundo contemporáneo, un sistema de salud ineficiente en términos de la relación gasto/prestaciones, un sistema tributario repleto de distorsiones y arbitrariedades, sistemas de seguridad social caracterizados por inequidades y privilegios, etc.
Es decir, desde el punto de vista de la organización económica y social los 40 años de democracia han visto tanto abruptos cambios de orientación como persistentes líneas de continuidad. Por esa razón, cuando se echa la vista atrás, el balance que los argentinos formulan sobre los años de la democracia es uno que deja sensaciones encontradas: por un lado, la Argentina actual es mucho más pluralista y liberal en lo que concierne a los estilos de vida y la amplitud del debate pero, al mismo tiempo, es un país que exhibe un paisaje dramático en términos de la declinación económica y postergación y exclusión social.
De modo habitual, el intento por asignarle una paternidad a ese fracaso económico de la democracia para modernizar las estructuras del país ha seguido lineamientos ideológicos: de un lado, algunos critican lo que consideran el error de habernos apartado del modelo de país respecto de una idea considerada exitosa, mercados libres, gobierno limitado, apertura económica, etc., Por el otro, se han tenido a enfatizar las deficiencias de lo que hoy se denomina neoliberalismo y se ha abogado por una mayor intervención y regulación estatal en la actividad económica.
Quiero argumentar que esos dos tipos de argumentos suelen perder de vista un aspecto importante que desearía enfatizar: la pérdida de relevancia económica de la Argentina en el plano de las relaciones internacionales y, por extensión, el carácter crecientemente anecdótico y pueblerino de nuestros debates sobre el desarrollo.
Si miramos el funcionamiento de la economía argentina desde la perspectiva que, a falta de otra designación más eficaz, deseo llamar liberal hay que decir que el país hacía mucho tiempo que había dejado de ser, como pretende ese discurso, una potencia económica a la par de las economías de las democracias capitalistas. De hecho, salvo el período 1875-1895, cuando la economía argentina crecía a una tasa anual promedio del 3,7%, durante el resto de la fase que solemos llamar “crecimiento basado en las exportaciones”, hemos crecido al 0,9% (1915-1935).
Por contrapartida, cuando examinamos el desempeño de la economía durante el “crecimiento basado en la sustitución de importaciones”, la tasa anual media de crecimiento es de 1,42% anual media (1935-1955). Ese desempeño es algo mejor en el período 1955-1975 (la tasa anual media es 2,22%), pero se derrumba al 0,05% en el período 1975-1995. En otras palabras, la Argentina exhibió un comportamiento errático en ambos períodos caracterizados por diferentes orientaciones económicas de largo plazo.
Una de las implicancias de lo anterior es que en ambos períodos ampliamente delimitados, el agro exportador y el de sustitución de importaciones, la economía argentina parece exhibir dificultades para impulsar un crecimiento sostenido a largo plazo y que esas dificultades aparecen pobremente incorporadas en el debate actual sobre orientaciones de política económica que, más bien, parecen insistir en el más tradicional contrapunto enunciado a trazo grueso entre liberales y populistas, o entre partidarios de la economía de mercado o de la regulación estatal, como si tales cosas conformaran una descripción completa de las dificultades y los desafíos en la elaboración de una estrategia de desarrollo a largo plazo.
A diferencia de otras experiencias de países de la región (México, Chile, Brasil, etc.) que han sabido conectar las dos fases de desarrollo de manera más exitosa, a veces por medios democráticos y a veces por medios que no lo fueron, la Argentina parece atrapada en un intento voluntarista por restaurar un pasado presentado como pleno y deseable, sea ese pasado el país anterior a la década del 40 o aquel que fue alumbrado por los años del peronismo y los gobiernos que lo siguieron. Como acabamos de argumentar ese modo de proceder se parece más a la prescripción de alguna clase de placebo para un enfermo crónico que a un intento serio y apoyado en las evidencias para asistirlo en un proceso lento pero creíble de recuperación.
Como en los últimos 20 años ha tendido a prevalecer el enfoque que prioriza el papel del estado como asignador de recursos, un discurso que desestima o menoscaba el papel del sector privado y los incentivos y una retórica de los derechos poco atenta a las implicancias fiscales de la multiplicación de “derechos” (muchos de los cuáles son asignaciones discrecionales de fondos más que derechos) es natural que hoy se viva en el país un resurgimiento de las ideas que reclaman un ajuste estructural del papel del estado. Como esa discusión, en buena medida, implica la natural discusión acerca de los medios legítimos de financiar la actividad del sector público, esa discusión es desde luego bienvenida: la inhabilidad del estado para alinear su actividad con sus fuentes de financiamiento está en la base del creciente endeudamiento del sector público, del déficit cuasi fiscal y de la alta inflación.
Dicho eso, junto a esa discusión que es una orientada a estabilizar el entorno macroeconómico que el país necesita para poder volver a funcionar de manera medianamente ordenada, la Argentina necesita discutir como hizo algunas veces en el pasado (pienso por ejemplo en la discusión sobre el Plan Pinedo en 1930 o, más acá en el tiempo, el desafío planteado a la elite política por las ideas de Frondizi y Frigerio en los años 60) el rol de la ciencia, la industria, el comercio, el sistema financiero, la universidad y la totalidad del sistema educativo para alinearlos con el horizonte de un país que debe volver a poner en su agenda el modo de generar prosperidad más que el modo de financiar los paliativos al fracaso en hacerlo.